miércoles, octubre 29, 2008

Parte X

Nos fué difícil acercarnos.
Graciela me pedía la confirmación de lo que había creído ver, con sus ojos.
Yo, paralizado, pensaba en quizás existía la posibilidad de que no lo haya notado.
Y era ridículo (yo).
Se paró el mundo unos minutos. Esos minutos, Graciela y yo nos seguíamos mirando con diez metros de distancia entre nosotros. Como por lo general son las mujeres, quienes a mi gusto, saben mejor como ponerle fin a este tipo de situaciones (no por que los hombres seamos unos inútiles, si no que quizás, nos cueste menos soñar); Graciela con un movimiento brusco y sin quitarme los ojos negros de encima, de un tirón desenganchó el extremo de abajo de la pollera que había prendido del de la cadera para no ensuciarla, apretó fuerte en su puño el manojo de hojas de menta, atravesó como una saeta esos diez metros y, siempre mirándome, entró en la casa.
El río de vergüenza que se pueda juntar uniéndo a todos los arrepentidos de todas las guerras del mundo, me tiñó la piel. Me quedé inmóvil, mirando un punto fijo en el pasto, sintiéndo un sudor espantoso que me arañaba las entrañas.
Y así me quedé hasta que empezó a atardecer y la luz empezó a desgranarse. Decidí entrar en la casa, con las piernas temblándo y la nuca pesándome tonaledas y toneladas de intriga. Descubrí a todos en la sala de estar, sentados tomando té y comiendo galletas de avena. Incurrí en el ambiente y fue Prudencia la que se percató y me invitó amablemente a sentarme junto a ella. Agustín me preguntó donde había estado, y sin poder evitar mirar fugazmente a Graciela antes de contestar una mentira, le dije que había salido a caminar. Graciela bajó los ojos y así, me hizo notar que si me había descubierto mirándola.
No se que fue peor: si los momentos eternos de duda, o el único momento de confirmación. Tenía setenta y cuatro mil puños retorciéndome las extremidades, transformándo mi cuerpo en otro.
La tarde se hizo noche, y la cena se diluyó en saludos de buenas noches. No había podido comer nada: ya dije que mi cuerpo era otro (o el de otro). Justina me preguntó, con su voz temblorosa, si me sentía bien. Le dije que sí, pero realmente, hay cosas que la gente como Justina no va a entender. Me hizo un té de hierbas con unas plantas curadoras que decía eran perfectas para desordenes estomacales. No fue muy cómoda la situación. Me tomé el té.
Me adentré en mi cuarto dispuesto a dormir, a descansar mi cerebro, mis hombros. Mañana sería otro día, mañana quizás volviera mi cuerpo a ser mío. Mañana quizás a Graciela se le cayera un pedazo de techo en la cabeza y le robara la memoria. Mañana quizás recibiría una carta de Clara diciéndo que me extraña y que fué una tonta al decidir morirse. Mañana quizás, me levantaría y ayudaría a Prudencia en la cocina como lo venía haciéndo, mañana quizás las hojas de menta que arrancó Graciela volvieran a crecer y ni la planta misma pudiera ser testigo. Mañana...
Me levanté cubierto de sudor. Los sueños y el clima se habían aliado para atormentarme. No pude restar mucho en la cama despierto: necesitaba un baño, algo en el estómago y una píldora para volver a nacer.
Entré en la cocina y no encontré a nadie. Por un lado me tranquilizó: estaba demasiado pausado como para simular ser el de siempre. Por otro, me llevó a revisar el resto de la casa. Los baños estaban vacíos, había tocado la puerta de cada habitación y luego de unos segundos de recibir no más que silencio, había abierto la puerta y espiado hacia adentro. La sala de estar estaba sin nadie que estuviera. La galería principal solo contenía a sillas vacías y retazos de telares por doquier. Solo quedaba la galería del fondo: allá fui entonces. El pecho me dió un brinco, cuando la encontré enteramente cubierta por el sol, a Graciela tendida en el pasto. (Solo a Graciela).
Dude eternos y varios minutos, en si acercarmele. De golpe empecé a fabricar fuerzas desde el autoconvencimiento basado en que yo era un hombre grande, que si podía dormir todas las noches junto a una muerta, podría tranquilamente acercarme a una viva tendida a varios metros, llena de sol. Autoreproduje estas fuerzas para mí mismo, y de golpe me sentí el ser más invencible, codeado con la inmortalidad. E impulsado, como en dirección obligatoria, me acerqué a Graciela. Sintió mi presencia por que torpemente, le hice sombra en la mitad de la cara. Abrió los ojos e inmediátamente frunció el seño (me gusta pensar que fue por tanta luz). Sin decir nada ni mirarme mucho, se corrió unos centímetros hacia el costado, dándome a entender que me acostara a su lado. Por vez primera en toda mi vida, había sentido que una mujer me pedía que hiciera algo con la misma intensidad en la órden, con la que yo deseaba hacerlo.
Me recosté al lado de Graciela, aguantando la respiración. Pasaron minutos y minutos en los que nos limitamos el habla, y nos entregamos a escuchar los sonidos de una imponente naturaleza. Ella fue quién habló primero, diciéndo unicamente que no iba a decirle nada a Agustín. Yo en el primer momento, sentí que centenas de palabras mezcladas con todo intento de disculpas e intercaladas con millones de preguntas (retóricas y no retóricas) iban a salírseme de los labios vencidos por tanto peso. Sentí que yo albergaba todas las palabras del mundo, que se habían juntado en esos primeros segundos en mi garganta, y que estaban dispuestas a salir en forma de balbuceo, de arena o de elefante. Al querer decir tanto, terminé por no decir nada. Me quedé callado, esperando o un golpe que buscara hacerme reaccionar, o el eterno silencio de esa tarde. Despues de unos minutos de estar inmerso en el silencio mutuo, entendí que lo que más me atormentaba, Graciela ya lo había deshecho. Entonces, por ahora, no necesitaba nada más...

1 comentarios:

PaperDoll dijo...

me ha encantado tu blog! escribes muy bien y los pekeños detalles que le has puesto!!

hermoso...


perfect_bones@hotmail.com