martes, octubre 28, 2008

Parte IX


Quizás haber terminado el capítulo anterior de esa manera, amerite una explicación.

Quizás fue el momento de ayer: la combinación entre el frío en mi escritorio, el té sin azúcar que me trajo finalmente Clara la muerta, el hartazgo por recibir un té desabrido colocado rigurosamente en una bandejita sobre una carpetita rosa fúnebre; Cuando lo que uno en realidad esta deseando es que le tiren el té encima, que le mojen todos los pelos, y hecharse a reír como un niño nuevo, al lado de otra niña, su niña, bien viva, llena de fuego.

O quizás todo el párrafo de arriba sea una escusa, para alivianar el peso que me significa haberme fijado en la novia de mi amigo Agustín (y verme obligado, como si esta hoja me encandilara con una lámpara sedienta de sinceridad, a escribirlo).

En Perú fui invitado calurosamente a quedarme en la casa original de Agustín. La familia de él no conocía muy bien a Graciela: ella había viajado pocas veces y se había quedado dos o tres días, de los cuales más de la mitad, la familia de Agustín estaba o en la chacra o en el centro.

La casa era humilde, entre estos dos últimos lugares. Tenía techo de tejas reforzado con trenzas de mimbre que la abuela y la madre de Agustín reponían cada año. Me explicaron que a veces los vientos eran violentos, que soplaban con furia, y que más de una vez el padre de Agustín había tenido que salir a caballo a buscar pedazos de techo y que las mujeres de la casa, luego tuvieron que remendarlos con barro y ramas. La magia de la austeridad, supongo.

Quizás sea más fácil que le ponga a la familia de Agustín, sus nombres respectivamente. La madre Prudencia Ramírez, hija de Justina De Santo, se había casado con Carlos Cordiviola y habían tenido a Agustín, Valenciana y Ramiro Cordiviola.

Durante mi estadía en la casa, intercambié palabras con Justina y perdí la cuenta de todos los zurcos del tiempo que le daban expreción a su rostro. Hablé de política y de jardinería con Prudencia, mientras hervía verduras, desplumaba gallinas o simplemente se sentaba agotada, desplomándose sobre la silla de al lado, sacándose el sudor de la frente y organizándose los pelos entre grises y negros azabaches. Prudencia me hizo acordar a mi abuela: tenía la rigidéz en los ojos, la dedicación en las manos, el tiempo en la espalda, y portaba en todo el cuerpo la evidencia de quién era la que realmente tenía los pantalones puestos en la casita.

Salvo a Ramiro, a quien ví un solo día, no pude conocer a los demás. Los primeros tres días, Prudencia y Justina se disculpaban una y otra vez conmigo, por "no poder recibir a las visitas como se debe". Siempre voy a recordar su extraño concepto de recibir visitas como se debe: para ellos la llegada de alguien era una fiesta, algo cercano a la bendición. Que alguien entrara en su casa, era sinónimo de entrar en sus corazones, en su memoria a partir de ese momento. Y, por supuesto, si una visita es considerada un acontecimiento, deben estar todos para recibirla. Automáticamente, pensé que entonces, ni Prudencia ni Justina hubieran ni habrían podido venir a visitarme a mi.

Las tres semanas que estuve ahí, me transformé en una esponja: costumbres, modismos, horarios, tiempos, comidas, bromas típicas, creencias, presencias, cielos estrellados destellantes, nubes hechas de tinta negra, flores que encarnaban la mismísima pureza absoluta del pigmento, relatos, historias y leyendas...me envolvían cada vez más, me tomaban el cuerpo, la paz, la calma... hacían un torbellino con mis ideas, jugaban a arrojar por el aire y a atrapar luego a quién había sido yo toda mi vida, en qué estuve pensando todo ese tiempo, dónde estaba, quién era yo en el mundo, qué le hacía yo al mundo, qué esperaba, qué deseaba, ¿deseaba?...

No sé si fué por el arraigo mezclado con ser agentes nuevos, que Graciela y yo, a medida que pasaban los días coincidíamos en las sensaciones y en los momentos: cuándo yo deseaba llorar, ella lloraba conmigo, cuando quería ocultar la verdad más angustiante, ella me dejaba jugar a las escondidas.... como un niño.

Sin embargo, mi controversia era terrible. No solamente sentir el espanto de esa sensación espinosa que trae una situación como ésta, si no que además, me paralizaba y al mismo tiempo me sorprendía, la belleza que emanaban Agustín y Graciela cuando estaban juntos. No creo que haya en el mundo una persona que lo hubiera notado más que yo. Juntos eran agua, eran trigo, eran pájaros y eran nube, eran tierra y eran fuego, eran música. Eran únicos, genuino uno con el otro, se miraban de una manera suave y eran perfectos.
Sentí tanta vergüenza y tanto miedo al descubrir una tarde de mucho calor, mientras Graciela arrancaba una hojas de menta de una planta cercana al grifo de agua, sus piernas entre doradas y terrosas.
Vergüenza por que la descubrí con los ojos, me encontré mirando a la última mujer que hubiera elejido mirar; Y miedo por que fue Graciela quién, con un repentino movimiento de incorporación, me descubrió a mí.

1 comentarios:

whiteness dijo...

Dime como podemos hablar guapa!!
Tu historia es muy interesante.
besos,
www.mistristesmomentos.blogspot.com