domingo, octubre 26, 2008

Parte VII


Luego de mi pedido frustrado de tener hijos, enfurecido conmigo y sin lograr adjudicarle todo ese torrente de rabia a Clara, decidí hacer un viaje. A menudo al taller iba de visita Agustín. Él era un conocido que con el tiempo se tornó en un fiel compañero de tardes con mate y principios de noches con luciérnagas. A la luz de un foquito polvoriento, mientras terminaba algunos retoques finales de mis trabajos, Agustín pasaba a charlar conmigo sobre sus estudios, su novia Graciela y sus proyectos para asentar cada vez más debajo de su piel a Perú, su tierra natal. Él solía viajar hacia allá algunas veces para visitar a sus familiares y otras para no perder la costumbre. Pero el motivo en común siempre, era recordarle a sus ojos como era su tierra, cuando andaba un poco nublado y fuera de sí, decía que ir a Perú le recordaba quién era y el por qué por el que estaba vivo. Amor. Simple y puro amor por su país. Había nacido allá y sus padres habían resuelto venirse a la Argentina por los comunes y conocidos problemas económicos. Cuándo se hizo grande y empezó la facultad, ellos se volvieron a su casa anterior en Perú que había quedado a cargo de una hermana de la madre.A mi me encantaba Agustín: tenía fuerza y mucha curiosidad. Era algunos años más jóven que yo, pero cuando me escuchaba con esa expresión vívida o me preguntaba como es que yo había encontrado en la ebanistería tanto relajo; Me resultaba un niño, parecía veinticinco mil años más chico que yo. Fue por esos momentos en los que Clara empezó a apagarse en vida, que Agustín se fué engarzando en la mía. Hacía mis tardes valer la pena, hacía que mis relatos despertaran interés por alguien vivo. También me hizo dar cuenta de la importancia que tiene el ser amigo de alguien.Pasadas las horas y los temas de conversación, me fui abriendo para que Agustín escuchara todas y cada una de mis dudas y de mis angustias. Le hablé de Clara y de que ya no sabía quién era ella. Le hablé de como me creía un estúpido por haber deseado hijos de una mujer que había dejado de quererme. Y el peruano me miraba atento, alternando la mirada entre mi hombro y la biruta en el suelo, pensativo. De vez en cuando me daba opiniones e ideas. Él encontraba al matrimonio como algo sagrado e irrompible, pero entendía que quizás no era privilegio de todos. Es importante que, por respeto a Agustín, aclare que él nunca opinaba sobre Clara o sobre mí. Él se limitaba a escuchar, a demostrar que lo estaba haciendo. Me cebaba mates y cuando era el momento, cambiaba el agua o la yerba. Aveces sostenía fuertemente alguna varilla traviesa, mientras yo limaba una esquina o la unía con otra, para que no hiciera de las suyas y me obligara a cometer un error.Yo al principio esperaba y exigía, por adentro, sus palabras. Esto de contar y contar, de hablar y de sincerarse, sin recibir respuesta me estaba cansando. Después de un tiempo, entendí que de Agustín no necesitaba más que esa compañía vespertina, de ese silencio respetuoso con el que él estaba cómodo de corazón y que si yo necesitaba palabras, eran las palabras de Clara. Pero no esas palabras sombrías, cuyo mensaje se encontraba diluído por un motivo tóxico y abrasivo. Y lo que no cerraba era esto: Clara solo tenía de esas palabras. No se si fue por que Agustín quería promover el tursimo en Perú, o por que definitivamente se hartó de escucharme triste y miserable por un mujer (que lo creo más probable); Que me invitó a ir de viaje con él. A último momento se sumó Graciela.

No creo que haga falta aclarar que cuando le informé a Clara de mi viaje, su expresión hastía e indiferente, terminó de otorgarle a lo que si en algún momento fué duda, seguridad. Partí junto con Agustín y Graciela hacia Perú, un lunes de Julio, teniendo un angustia voráz y una vergüenza inconfesable, al dudar de si debería volver. Había cargado en mi valija solamente cosas de primera necesidad: siempre me había dado por prejuiciar a las personas que tenían demasiado de todo. Mi abuelo Aquiles siempre para estos casos en donde estos temas se presentaban, contestaba lo mismo haciendo referencia a una parte de un libro que él había leído en donde los protagonistas visitaban las aldeas de los Uros, una comunidad de gente originaria de Bolivia, que pasan su días sobre islas hechas con plantas de totora. Los Uros, como respuesta a la pregunta de por qué era que tenían tan pocas cosas y las que tenían solo eran de mimbre, contestaban que "aquí" (y me es inevitable no entender esto como no solo en Bolivia, si no como una forma de llamar al mundo) cuánto más tenían, más rápido se hunden.

La cuestión es que cargué lo mínimo indispensable. Entre un par de camisas medianamente planchadas y mi gran bollo de medias, ubiqué cuidadosamente un portaretrato que exponía orgulloso (y por un momento casi sentí que se burlaba de mí) una foto de Clara y mía, del día en que nos casamos. En realidad no se por qué la lleve conmigo. Eso de que el que se va lejos se lleva una foto de sus seres queridos, como si la misma pudiera tamizar las cosas irrelevantes y alambrar bien concentrada, la esencia de las personas, será... Pero es importante empezar diciendo que a mi Clara me hacía mal, y que en ese momento hoy se que aunque me hubiera sentado tranquilo a tomarme tiempo para recordar , no hubiese hayado nada lo suficientemente merecedor como para llevármelo con una foto. Entonces, repito, no entiendo bien qué fue lo que hizo que tuviera que llevarme a Clara hasta Perú.


O, mejor, repienso: lo que no entiendo bien, es por qué seguía (y sigo) llevando a Clara en mí.


Esa mañana helada de Julio, en la que yo partía, Clara me dejó sobre la mesa de la cocina un paquetito con sánguches de matambre y ciruela. Al examinar el paquetito, al correrle el envoltorio de papel (que reflejaba con exactitud de papel, la manera en que Clara se envolvía de mi y sellaba sus labios y sus piernas), y descubrir el contenido, otra vez el chorro cual cascada de angustia, me herizó la piel.


Cuando tenía cinco años, mi madre (que aun era madre) solía preparar mermelada de las ciruelas que cosechaba del árbol del fondo del patio. En época de frutos, todo tenía un dejo violáceo y de olor dulce y frutal de la ciruela: las tardes, los rostros, las palabras, las comidas, los momentos previos a quedarse dormido, los dolores de rodillas raspadas, mis abuelos los domingos, mi mamá, el llanto de Martina, mis sábanas, mis vergüenzas, el sodero, la carretilla que ofrecía verduras de puerta en puerta, mi gato vagabundo...Todo esto se podría (si se pudiera) enmarcar en un cuadro y colgarlo en el recibidor de la historia bella y memorable de alguien. Pero la realidad de quién está adentro, aunque sí es memorable, es vomitiva (literalmente).


Y ese Julio, con el paquete estrujado entre los dedos, lloré. Lloré de bronca.


(Amargo. Incendio, ira, gritos, uñas que se despegan de la carne, pérdida, aljibe, mármol, ceniza).


Lloré como si así pudiera tejer una enredadera que le ocultara mi corazón al mundo, a mi mundo que era Clara, para que así no sepa como acribillarlo nunca más.


Todo esto que digo, cobra sentido luego de decir que, entendiblemente, tanta ciruela me hartó.

Me enfermé una semana que me quitó cinco quilos.

Y para mi fue tan terrible eso, que fue una de las primeras cosas que le conté a Clara cuando la conocí.

1 comentarios:

Agostina dijo...

Leí solamente la descripción personal y ya me quede sin palabras! voy a ponerme a leer la entrada, pero antes tenía que comentar.
Un saludo, genia!