miércoles, octubre 22, 2008

Parte VI

Las pocas cosas que recuerdo de mi madre son bastante generales.
Era una mujer alta, a la que no le gustaba el color rosa. Adoraba las comidas fritas y tenía una risa bastante insoportable. Insoportable desde lo invasivo y efusivo. Se llamaba Diana Achiaga (hace unos tres años me enteré que murió dentro del hospital).
Una vez para un cumpleaños me regaló una caja de cartón llena de historietas. Recuerdo que abríla caja y la cantidad rebalsante de racimos de hojas con gusto a aventura se me vino encima. La particularidad es que yo para ese entonces no sabía leer todavía, y el regalo cobraba vida solo cuando mi mamá todas las noches me sentaba al lado del hogar apagado y me leía las historietas. Lo hacía con ganas: cambiaba las voces y la entonación, actuaba desde el lugar a cada personaje. Ponía voz de "mujer bonita" cuando la víctima (que por lo general era una mujer) necesitaba ser salvada del ataque monstruoso de los villanos por el superhéroe de la historia (quién también tenía su propia voz). Me leía desde superman, hasta historietas poco conocidas o con personajes olvidados en el tiempo. Y los malos de todas tenían la misma voz, así como las heroínas y héroes; Y cuando el autor se ponía original e incluía a una viejita bondadosa, mi mamá desempolvaba su voz de vieja y me hacía reír.
La mejor parte era el final, por que ella inventaba la mitad y la otra mitad la ridiculizaba, agregando por ejemplo, que el superhéroe no podía recibir el beso tan esperado de su amada, por que tanta batalla le había cobrado un resfríado y los mocos le chorreaban por debajo de la naríz, como dos cascadas viscosas, que se unían al final con la boca. Yo me moría de risa y creía que mi mamá era invensible. Y esa es la parte triste de creer que los padres son invensibles. No por que después todos terminen internados en un loquero, si no por que desde el principio, nunca lo fueron. Es la primer desilución grande que vive un niño.
En bendición, tuve a mis abuelos maravillosos.
Quizás sea importante aclarar que no fue hasta mis treinta y siete años que yo deseé realmente tener hijos. No sé si fue por que mi niñéz no fue muy agradable, o por que no me creía capaz (por mi falta y corta experiencia con mis verdaderos padres) de poder criar un hijo. Se supone que los padres nos muestran a nosotros, que observamos como hijos, lo que un padre hace y es. Entonces yo creí mucho tiempo que por mi azarosa falta de instrucción sobre el tema, jamás podría controlar a un niño.
Para hablar de mis hijos frutrados, es casi obligatorio que nombre a Clara.
Esa mañana, el café hervía al punto de rebalsar, en la jarra sobre el fuego. Yo alisaba con las palmas de mis manos roídas por la labor, las arrugas insistentes de mi camisa amarilla suave. Clara había subido a la habitación de mi abuelo a avisarle que ella es noche regresaría tarde por la guardia en el hospital, y que le dejaba en el recipiente marrón, la ensalada de puerro y espinaca cortada y sin sal.
La noche anterior había llovido lo suficiente como para inundar toda la superficie de África. Un cacharro olvidado en el patio, hacía la vez de tambor de todas las gotas alentadas por el estancamiento del agua en la canaleta. Me acuerdo que el ruido me estaba sacando de quicio.
Terminé de alisar mi camisa, ajusté el cinturón a mi esbelta anatomía de varón, y salí de la habitación aturdido por el persistente sonido del cacharro y las gotas. Atravesé la cocina dispuesto a salir al patiecito y darle una patada fulminante, pero cuando entré en ella, oí el rugido de la jarra sobre el fuego. Creo que antes de acercarme, le pegué un grito a Clara, entre indignado y molesto. Apagué el fuego y retiré la jarra, no sin antes quemarme al tomar el mango. Ya recuperado, serví dos tazas de café. Me senté y empecé a beber y cuando me quice dar cuenta, el fondo de la taza gris apareció ante mis ojos haciéndome sentir el hombre más solo del mundo. La taza de Clara, aún llena e intacta, había dejado de humear. Completamente angustiado, con un dolor en el pecho espantoso y la sensación agobiante de sentir como suben las lágrimas, perdí mis ojos por la ventana que daba al patiecito. Estaba tan triste, sentía tanto despecho y tanta bruma, tanto peso muerto sobre mis hombros, que no puedo decir si el cacharro siguió repiqueteando o si por mero respeto a la tristeza de un hombre, se cubrió de algodón para ahogar el ruido de las gotas.
Clara bajó unos minutos más tarde. Me observó desde la puerta de la cocina, inmutable. Cuando sentí su presencia y su perfume a jazmín y la adiviné quieta y espectante detrás mío, me limité a girar sobre mis hombros la cabeza y a mirarla una sola vez, pero no sin antes hacer todo lo posible para que mi mirada le sacara toda duda sobre mi angustia. Se cruzaron las miradas, y la de ella inmediatamente, descendió hasta tocar puerto en la taza llena de café frío que la esperaba envejecida cien años sobre la mesa. Me preguntó si le pertenecía, y sin emitir sonido, asentí con un leve movimiento de la cabeza. Probó un sorbo y el asco le invadió la garganta, la lengua, los labios, las comisuras...la naríz, los ojos, el alma. La ingrata y cobarde, le adjudicó el asco a la falta de azúcar y de calor.
Sin hacerle caso, le pedí que se acercara a mí (como quién tiene una única bengala en la pistola y está en el medio de la nada, carcomido por el pensamiento de que si nadie la ve, tarde o temprano, va a terminar enloqueciendo). Entre desconfiada y a la defensiva, se acercó despacio. Le tomé la mano y la miré primero a la frente (sus ojos tenían la particularidad de brillar tan hirientes como el sol) y luego busqué sus ojos. Ella no presionó mi mano como yo la de ella, y eso tendría que haberme dado la pauta de nunca haber dicho lo que de todas formas dije a continuación. La acaricié lentamente con los dedos, para ver si eso podía devolverle color. Para ver si con eso bastaba para quitarle la pared de polvo añejado que claramente cubría a Clara. Nada más que una mirada impaciente y el arqueamiento de dos cejas, fue lo que recibí. Y la verdad, sigo sin entender por qué habiendo tenido tantas señales y tantos indicios para predescir la respuesta, es que seguí adelante con mi objetivo.
Le pregunté si quería que tengamos un hijo o dos.
Clara inmediatamente me privó de su mano, abrupta. Resopló para mi sorpresa, aliviada. Bajó los ojos e hizo dos pasos para atrás. Me dijo que no fuera ridículo, que ya le bastaba con la cantidad de niños enfermos que atendía por día, como para arriesgarnos a agregarle al mundo otra alma enferma. Lo dijo con tal nivel de seguridad y frialdad, que me dejó parado junto a la ventana de la cocina, compungido como a un niño al que se le acaba de negar la posibilidad de crecer.
Tomó su cartera y una bolsa donde llevaba el uniforme inmaculado de enfermera, y dando un portazo seco, abandonó la casa.

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