miércoles, octubre 22, 2008

Parte V


¿Alguna vez alguien sintió lo que es conversar con una persona que se responde a sí misma todo el tiempo?.
Bueno, así era Clara antes de morirse.
Los años que pasamos juntos (antes de que se contestara a sí misma cada vez que charlábamos y posteriormente se entregara a la muerte en vida), fueron increíbles. Era una mujer tenue pero llena de fuego. Clara era como esas maderas llenas de corteza, a las que hay que limar y pulir, pulir y limar, para poder sacarles provecho. La diferencia con Clara, era que ella elegía quién podría pulirla.
Nunca supe bien por qué me elijió a mi. Por que el hecho de que hayamos crecido juntos en la misma casa, no tiene por qué significar que termináramos juntos. Ella podría haberse convertido en una mujer fea, sin gracia, obediente, rígida, sin alas; O yo podría haberme convertido en cualquier otra cosa, menos en un ser apasionado.
Pero ella se convirtió en Clara. Y siéndose bien fiel a sí misma, a su esencia, vino a buscarme: sin faltar el respeto (por que tocó la puerta y pidió permiso), encontró sin dar muchas vueltas lo que estaba buscando. Por supuesto que ese hecho aislado no puede hacerme pensar todo esto ni hacerme ver a Clara como la persona tenáz y persistente que sé que es. Pero cuando fue pasando el tiempo y Clara se mostró ante mi de la misma forma una y otra vez, terminó de asentarse en mi, mi amor por ella.
Supe amarla, lo sé.
Supe traerla hacia mi alguna noche en la que sentí su frío interno.
Supe, entonces, sentir su frío interno.
Supe entenderla y hasta supe enojarme con ella.
Supe discutir con Clara y también abrazarla hasta que descubramos otra mañana.
Pero ya no hay nada de eso.
Antes de morirse, Clara hacía de cuenta que hablaba conmigo, pero después me dí cuenta de que me necesitaba enfrente para bifurcarse a sí misma, y pasar a estar también en mi cuerpo. Ella, siempre ella. Planteaba un tema de conversación, hacía conjeturas, las exponía, dudaba en voz alta y se tranquilizaba de la misma forma. Y yo callado, asentía o negaba, sintiéndome invadido, el cuerpo invadido, los oídos, la cabeza... Y Clara, siempre clara. Clara para sí misma, aunque hubieran tardes enteras de oírla hablarse y yo no entendiera una palabra, o estuviera tan afuera de la conversación, que lo que iba a decir hacía tres minutos, ya no tenía ningún tipo de sentido por que al tratarse de una conversación de una persona consigo misma, es fácil imaginar el corto lapso entre una idea y otra, que tiene esa persona.
La única vez que le dije que dejara de hablarse solo a ella, me miró lejana de repente, me miró seria, quieta, enseñándome su rostro breve, tallándo en el mío con el recorrido de sus ojos, una línea de fuego ardiente. Llena de furia. Y luego, calló por tres meses. Mi abuelo Aquiles fué el nexo (y menos mal que vivió esos tres meses, por que conociendo a Clara, no se habría apiadado de que no había un interlocutor).
Clara hacía las cenas y los almuerzos, y religiosamente y como siempre, nos sentábamos a engullir juntos: ella callaba tanto, que yo no podía dejar de hablar.
Al principio, extrañaba tanto su voz, que deseaba cerrando mis ojos, volver a escuchar como Clara se hablaba a sí misma, de esa manera tan inteligente o tan bella.
Al mes y medio desde el silencio de Clara, las cenas y los almuerzos, los platos y los cubiertos, las albóndigas y las sopas de vegetales, la mesa y la ventana de la cocina; Pasaron a ser la escenografía de mis monólogos. Yo le relataba a Clara mi día, le contaba acerca de alguna pieza de madera que había terminado o empezado en el taller. Le contaba quién del barrio había encargado algo. Aveces me entusiasmaba tanto con tanto silencio, que me detenía en detalles muy particulares como el olor de un tipo de madera, o como la dosilidad de otra. Le describía las herramientas y para qué servía cada una. Y Clara callada, pareciera que eternamente. Rejuntaba en montoncitos cada vez mas pequeños la ensalada, y cortaba prolijamente la pieza de la carne de turno, mirando el plato hipnotizada. Más sin embargo, la expresión relajada que le tomaba el rostro, me hacía hurgar hondo entre mis anécdotas buscándo algo que se la quitara, que la haga estallar y romper el silencio.
Pasaron dos meses y un poco más, y yo empecé a conversar conmigo mismo. No paraba de contarme. Las cenas para mí pasaron a ser lo más esperado del día y cada vez eran más y más largas. Si Clara terminaba de comer antes de que yo termine de hablar, respetuosa pero inquebrable, se quedaba sentada mirando el delantal extenuado. Se examinaba las uñas y se sacaba algún resto de zanahoria picada. Y yo...no me daba cuenta. Era capáz de comer cien platos de estofado y quince mandarinas de postre, para poder quedarme sentado ahí, con Clara escuchando (o yo lo creia así). Si bien mi abuelo era de gran ayuda cuando yo necesitaba preguntarle a Clara si había alimentado a las gallinas que teníamos en el fondo, o si había regado la planta de laurel; Él no podía estar todo el tiempo escuchando o siéndo partícipe de nuestras vidas...Ahora escribiendo esto, me doy cuenta de lo ingenuo que fui, al pretender que sin palabras, la intimidad se mantuviera intacta.
Las palabras son de esas cosas cruciales y necesesarias, que hacen notar su importancia, sólo cuando faltan.
Clara rompió el silencio una tarde cualquiera, cuando yo estaba terminando la pata de una banqueta para un cliente en el fondo, que se acercó hasta mi y sin el más mínimo temblequeo de su voz (por que ya no pido que el mismo sea por nervios, sino por haber abierto la garganta únicamente para comer durante tanto tiempo), me preguntó qué quería para la cena. Me quedé inmóvil, en mi lugar unos segundos, con la vista fija en sus zandalias blancas. Me dí cuenta de que me había olvidado su voz. Levanté la vista y busqué sus ojos: estaban tan fríos, tan distantes, tan irreconosibles, tan faltos de lascividad, tan otros... que no me animé a contestar otra cosa que la pregunta que me había hecho.
Esa noche, sentados a la mesa, comiendo como hacíamos siempre, el silencio dual me remontó a los primeros días del silencio de Clara. Tenía la seguridad de que ella había elegido muy bien de qué forma y en qué momento romper el silencio. No se le había escapado. Pero también sabía (no sabía muy bien si para mi agrado o para mi pesar) que, siendo Clara, una vez que hablara el silencio se había roto definitivamente y que en caso de preguntarle cualquier cosa, ella me respondería. No podía predescir el modo ni la cuota de afecto que tendrían sus palabras, pero por lo menos, pensé, son palabras. Me animé con una pregunta pequeña, casi imperceptible; Con una pregunta que si la acción de preguntar no era bienvenida, ésta pregunta no molestara por sí misma. Y Clara...respondió. Pero también: pequeña, ínfima, quieta, sola.
Los días trascurrieron así: entre preguntas tímidas, y respuestas breves, secas y puntuales. Con el tiempo me empecé a dar cuenta de que sí hay algo peor que el silencio ilimitado: el ruido vacío.
Las palabras de Clara no tenían color. No tenían brillo, ni afecto, ni odio. No tenían angustia o dolor, no tenían ganas ni sueño, no tenían sexo ni tenían reencor. Ella simplemente vivía en la enfermería del hospital, o en la cocina de mi casa de día; Y de noche, solo respiraba (aunque para mí hubieron noches en que estuvo muerta muerta, sin pulso) al lado mío, despreocupada, convirtiéndose en un objeto espantoso, o pareciéndo ser la coraza de una mujer....pero solo la coraza.
Si mal no recuerdo, fue a partir de que Clara rompió su silencio, cuando empezó a morirse. Y yo al principio no pude verlo. Yo la veía enojada, turbia, triste, intranquila, falta, ácida, furiosa, lánguida, hostil... todo, menos agónica. Lo que no le perdono es que no se haya despedido de mí. Que dejándose morir, no me lo haya dicho, advertido. Que dejánose ir, no haga todo lo posible para que yo no sienta esa atracción espantosa a irme con ella. Quizás, entiendo hoy, sea la única manera que tiene de decirme que aún me quiere cerca... O quizás sea una migaja más, inventada por mí, para no sentirme el esposo de una muerta que decidió morir, pero que sigue respirando todas las noches en la misma cama, como un fantasma que es siempre inoportuno, que no logra resolver de una maldita vez sus asuntos acá en la tierra.
Al respecto del silencio, solo tuve unas precarias palabras de parte de Clara al respecto. Ella dijo que aquel día en el que yo le pedí que dejara de hablar para sí misma, que no dirijiera sus palabras solo a ella, para entenderse a ella; Le había pedido muchísimo más. Dijo que yo le había pedido que se callara, que no se hablara más y que en definitiva...le habia pedido que ella no fuera ella. Que hizo el intento todo lo que pudo, sostuvo el silencio lo más que pudo, solo para dejarme a mi hablar. Y eso fue todo.
Por supuesto que no hace falta aclarar, la nube negra que me cubrió el pecho, la tormenta de culpa y de idiotéz que sentía para conmigo mismo: mientras yo le hablaba del quebracho y del algarrobo, de las sierras maestras y de los serruchos automáticos, Clara hacía grandes esfuerzos para dejar de ser ella. Y lo peor de todo, es que lo logró.

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