lunes, octubre 20, 2008

Parte IV

Mi abuela Lorenza murió el día de mi cumpleaños número 29 a los 87 años. Se cayó redonda terminando de separar el puchero de mi abuelo y el del resto (mi abuelo tenía problemas de hipertensión y eso y el puchero con chorizo colorado y fiambres varios no era una buena combinación). Yo volvía del taller de Ángel de la mano de Clara que salía del comedor al que le obligaba participar como ayudante la carrera de enfermería. Llegamos a la casa y como en ese entonces las puertas de las casas podían dejarse sin llave, entramos sin ningún problema y como habíamos comido algo cada uno en el respectivo lugar del que volvía, nunca se nos ocurrió pasar por la cocina (sobre todo por que la cocina solo conectaba a un patio interno muy chiquito y con olor a pis de gato, en donde el sol estaba censurado por una mampara de fibra de vidrio de la casa vecina...a fin de cuentas, un lugar poco agradable).
Clara minutos más tarde se metió en el baño a bañarse y yo me senté a leer como suelo hacer cada vez que visito la casa de mis abuelos muertos (donde ahora vive Martina con su familia). Cuando, una hora o una hora y media más tarde, salgo de mi abstracción mundial por culpa de la atrapante historia que acogía en mi regazo; Empiezo a pensar que hacía rato que en la casa no se oía el vaibén de la puerta del patiecito interno (que mi abuela atravesaba una y otra vez para regar los malvones, sacudir algún mantel con migas de la mañana o tirar en las macetas las cáscaras de los pepinos y de las manzanas con la válida escusa de que sirven como abono), y en lo extraño de que no tocara la puerta de la sala en la que me encontraba para preguntarme si me había acordado de traer el martillo del abuelo de la casa de mi tío Ángel: es el día de hoy, que Ángel conserva ese martillo. Asi que dejé el libro abierto al medio sobre la cómoda, y salí intrigado a buscar a alguno de mis abuelos. No encontré a nadie. Y no fué hasta cuatro horas mas tarde, cuando vuelve mi abuelo con la noticia no solo de la muerte, si no de un velorio y de llanto y de gente reunida para recordar y conmemorar; Que me doy cuenta de lo evidente que era que algo había pasado: tres recipientes con puchero, dos más pequeños que el tercero, aguardaban ser refrigerados para no sucumbir ante el calor.
Recuerdo que Clara lloró mucho. Mi abuelo Aquiles también. Martina no estaba por que se encontraba muy ocupada pretendiendo que su marido le complaciese los antojos típicos de un embarazo. Yo fuí el único que no lloró. No se. No pude. Si bien amaba a mi abuela, a mi verdadera y obligada madre, no supe como enterrarla (y quien llora, cicatriza). Hay cosas que con el tiempo se comprenden. Otras, simplemente, no.
Durante mucho tiempo, me encargué de que Martina no estuviera al tanto de mi vida ni de quien yo era. Obvia e inevitablemente Martina conocía a Clara y no solo por haber vivido en la misma casa unos cuantos años, si no debido a que solamente ella le llevaba a Clara dos años y predesciblemente su vínculo iba a ser más que el mío con ella. Supongo que el causante de mi rechazo, fue el profundo y claro sentimiento de ingratitud de mi hermana. La sentía ingrata o mal agradecida hacia mí. Hacia mí que había velado horas y horas por ella cuando niños, hacia mí que había cuidado que extrañara lo menos posible a nuestra verdadera madre, a mi que le había enseñado como defenderse, a mi, a su hermano mayor que la había protegido y que la había ayudado cada vez que tenía un problema, que había mentido por ella ante mis abuelos cuando comenzaba a salir a la noche, a mi, que la quería con toda mi alma. No se como explicarlo. Siempre me pareció que le habia tocado ya de por sí una vida mejor que la mía y que gran parte de los problemas que su vida podía llegar a tener, yo la ayudaba o yo lograba aminorar la gravedad del asunto...y siempre sentí que no le importaba, o que no registraba que yo ponía mi abrigo sobre el charco para que ella lo atravesara inmaculada. Después entendí que a la gran mayoría de los hermanos mayores les pasa eso, aunque amen a sus hermanos desde y para siempre.
Cuando Martina se embarazó no estaba casada ni en pareja: una de las últimas cosas que hizo mi abuela en vida, fue presentarle a Romeo (si, sé que su nombre ayuda a enaltecer aún más su imagen). Romeo era un "chico de bien", que estudiaba ciencias sociales para ser profesor de instrucción cívica. Era el único hijo de Abel César y su esposa (de la que habló la tía Úrsula esa tarde en la que adjuntando el nombre de esa mujer en una frase, me hizo comprender lo que eran los muertos que viven). Cuando Martina dió la noticia en casa el caos no fue caos y la desilución no fue desilución (supongo que ese es otro motivo por el cual gran parte de los días posteriores a eso, le negué al mundo y a mi mismo que tenía una hermana). Mi abuela hizo sólo un par de movimientos, no muy forzados por cierto (mi hermana era lo que cualquier hombre hubiera querido tener entre sus brazos, o en la cocina haciendo un pollo al limón, o en una reunión de esas en las que el anfitrión presume y alardea con todo lo que tiene, hasta con su mujer), y arregló que Martina y Romeo compartieran una tarde debajo de la higuera. Lorenza le había advertido a Martina que no le dijera demasiado pronto que estaba embarazada de algún hombre. Pero todo fue con aire de concejo dulce, nunca una órden, nunca un reproche.
Me acuerdo de Romeo cruzando el pasillo que conducía al patio de la higuera: parecía nervioso, ofuscado por los mismos, entre esperanzado y orgulloso, entre incrédulo y extasiado. No recuerdo haber sentido que pasaran tantas cosas adentro de una persona en un mismo momento. Sobre todo si la persona no parecía tener vuelo alguno, como Romeo. Él caminó hasta la higuera, donde Martina lo esperaba adentro de un solero blanco (es curioso: todos mis recuerdos puntuales y detallados, son en verano). Se sentó enfrente de ella y apoyó el maletín donde transpotaba los apuntes de instrucción cívica sobre el pasto entibiado por el sol. Inmediatamente mi abuela salió con una bandeja con dos vasos con té helado y la depositó en la mesa de jardín cerca de ellos.
No sé si fue por que Martina fue muy tonta, o por que Romeo se enamoró de una tonta que se terminaron casando. Mi hermana se embarazó por primera vez de un hombre al que no le puede otorgar unos ojos o un nombre, y se casó con otro que no conocía y dudo que haya logrado conocer.
Quizás, entonces, será por una lástima que hasta a mi me da pena reconocer, que es que hoy en día sigo hablando con ella y visitando a mis sobrinos de vez en cuando.
Clara fue la que le cosió las puntillas al vestido de novia de Martina. Estuvo durante un mes y tres días cosiendo aciertos y descociendo errores, sudando la gota gorda para que Martina estuviera lo más conforme. En esos detalles yo amaba a Clara. Ella hacía algo por ella, ya fuera arreglarse, pintarse, perfumarse, pintar un cuadro; Y era la mujer más hermosa del mundo... Pero cuando Clara hacía algo por otros, la amaba profundamente. Era inevitable, indescriptible como deseaba a ese rejunte de piel blanca, pecas conservadas, perfume a jazmín y altanerismo absoluto que hacía a Clara.
La ceremonia de Romeo y Martina fue agradable: asistieron compañeros de carrera de él y futuras enfermeras amigas de ella y antiguas compañeras de la secundaria. Clara usó un vestido gris con flores grandes blancas y azules ese día. Yo, que nunca logré no sentir que proximamente me iba a morir asfixiado en un traje, me puse una camisa floja y unos pantalones de vestir bastante elegantes. Clara se recojió el pelo negro, dejando caer no se bien si por seducción o descuido, tres o cuatro mechones pendientes de pelo sobre su cuello y sobre sus hombros. Yo miraba desde lejos esos mechones y les adivinaba la fragancia que ella tornaba a erótica, del jazmín.
Mis abuelos radiantes y viejos, bebían champagne en el patio y conversaban con algunos invitados. Mi abuelo se apantallaba elegantemente con un habanico y mi abuela, con cierto aire de nobleza, cuidaba que sus zapatos de taco no se enterraran en la tierra húmeda por la lluvia reciente de verano.
Yo desde mi posición, sentado en una reposera bebiendo té frío, observaba la situación y a los participantes y pensaba que cuando se trata de tapar la angustia o el miedo, los seres humanos pueden vestirse y creerse de fiesta, inventarse la alegría como si se comprara en una repostería (junto con las tortas que se sirvieron esa tarde) y el motivo de festejo, con tal de no hayarse en una situación de salida dificultosa. Y si no pensaba en eso, buscaba el vestido de clara, sus ojos o su piel, para confirmar y regodearme una vez más en que me pertenecía y que había sido yo el que le había robado la inocencia y la había acunado en nuestra cama (a la inocencia).

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