lunes, octubre 20, 2008

Parte III


Clara tiene seis años menos que yo (aunque lleva muerta unos diez).

Después de verla esa mañana cuando me llevaron a lo de mis abuelos, sentada en el regazo de mi abuelo Aquiles, no volví a verla sino hasta dos años despues cuando mi abuelo nos contó en una cena que la madre de Clara se había muerto y que estaba preocupado por donde viviría esa niña. Aveces pienso que somos, Clara y yo, miembros de la misma serie de desgraciados que fueron castigados por la misma bara. El papá de Clara había sido un presente en su vida hasta que le fué posible. Un alzheimer galopante lo había dejado sin recuerdo alguno, encerrado en una habitación celeste de hospital, tendido en una cama con cobijas agujereadas y una ventana que daba al parque donde enfermos y futuros expirantes daban sus paseos y pasaban su tiempo, un tiempo enfermo, un tiempo torturante, último, pesado, falso.

La conclusión final de mis abuelos en esa cena, mientras Martina jugaba con las arvejas que nunca le gustaron haciéndolas rodar por el plato con los dedos y yo me terminaba un puré de batata infinito, fue que Clara podría quedarse a vivir con nosotros hasta que el estado resuelva su situación. Ahí es que Clara, la niña Clara, entra en mi vida para quedarse, pareciera, por el resto de la misma...aunque mas no sea, para ir quitándose la suya de a poco y veinte años después, ser una muerta que riega petunias y malvones sin perturbación alguna y que pareciera atardeceserse un poco más cada vez que termina con un pétalo.

Cuando yo cumplí mis veinte años, Clara a penas tenía catorce y le faltaba un largo trecho para terminar la secundaria. Así que la narración acerca de su papel de amante, luego de amor y esposa, y hoy por hoy de una muerta que tiende camas y sacude almohadones, debe esperar.

A esa edad, me crucé con Vanesa: la dueña de unas orejas perfectas y de unos pies esculturales. El pelo de un rojizo tímido y una cintura voraginosa. Tenía una voz suave y le encantaba la miel. Para tomar conciencia o delimitar una idea de los momentos distintos que viven dos personas separadas cronológicamente por más de un lustro; Mientras yo le hacía el amor a Vanesa en mi cuarto (el de siempre, el del final del pasillo, después de la arcada y con las dos baldozas rotas como introducción al mismo), Clara y Martina jugaban a disfrazarse y a ensayar bailes y cantos en el salón de reuniones que tenía la casa de mis abuelos. Lo sé por que mi recuerdo de esos ratos con Vanesa, está manchado de halos del sonido risueño de las niñas, alguna indicación que se hacían y la música hasta circense que sonaba (música que me resulta muy incómoda para la intimidad). La historia de Vanesa no duró mucho. En dos años no terminé de conocer siquiera su cuerpo... menos que menos entender sus silencios y sus ratos en blanco, en los que miles de duendes malvados martillaban con hoces mi cerebro para lograr que me dijera, que me sugiriera siquiera que es lo que la mantenía quieta y callada, con una expresión desabrida en el rostro, tumbada boca arriba en la cama mirando la población de arañas que se había fundado en mi techo.

A los veintiseis años ya estudiaba para convertirme en un ebanista en el taller de mi tío Ángel, el marido de Dionisia. Para no perder la costumbre del paralelismo que vengo haciendo con mi muerta Clara, ella tenía 20 años aquella noche que golpeó la puerta de mi habitación y yo, recostado en mi cama leyendo un libro noble con el borde de la sábana ocultando mis tetillas, le indiqué que entrara. En realidad, yo indiqué que quién estuviera detrás de la puerta entrara, no a Clara específicamente.

Ella abrió la puerta y como pidiendo perdón, asomó la mitad de su cara: su ojo curioso encendido por la diversión desmesurada que concede la inocencia, la expresión avasallante de la mujer que ella le había arrebatado al azar y ahora portaba como vestidura de su escencia, y la comisura de su boca que se abrió lentamente; Es todo lo que recuerdo haber visto (que no fue poco). Me preguntó si podía entrar, lo que hizo que yo asintiendo, me incorporara y tratara de alcanzar mi camisa abollada de abajo de la banqueta que sostenía mi luz de noche. Ella se adelantó a mi acrobático movimiento, y me alcazó la camisa. Se sentó en el suelo mientras yo terminaba con los últimos botones. Me froté la cara para sacarme al principito, a la boa constrictor y a los baobabs de las retinas y me dispuse sentado en la cama a escucharla.

Clara comenzó a decirme poco a poco que se había enamorado de mi y que hallaba improbable que yo la supiera a ella como una posibilidad. Habló de años y de etapas, también habló de hijos (si: Clara en algún momento remoto, habló de hijos) y habló de nuestra historia. Mencionó detalles y cosas que si yo hubiera podido retener y escuchar con atención, seguramente habría ido aprendiendo todos estos años a tejer una red para evitar que Clara se muriera todos los días. Pero no lo pude evitar: aquella criatura que había visto crecer en el cuarto junto al mío, me estaba eligiendo a mí, me estaba regalando su pureza y su atención, su piel y sus sueños. Supongo que fue la combinación entre su bello discurso, la inocencia jóven que rodeaba su contorno allí cómoda sobre la alfombra, la rienda libre de crecimiento de la que se habían atado sus senos, sus ojos frágiles y su mirada discontínua; Lo que hizo que en un arrebato violento, con el cuerpo tomado por una extraña fuerza que quemaba, saltara (en mi primer y único acto de destreza física) de la cama y tomara entre mis manos su expresión funambulésca que coqueteaba con mi ternura y mis anhelos...

Un año más tarde, cuando Clara cumplió los 21, nos casamos ante la ley y la iglesia y mis abuelos y Martina y amigas de ella y conocidos míos. Yo me pregunto, ahora que han pasado años y que los pelos blancos se empiezan a apoderar de nuestra forma de hablar, si aquella tardecita de diciembre, nos habremos casado ante nosotros mismos...

0 comentarios: