domingo, octubre 19, 2008

Parte II

No se por qué empecé esto hablando de Clara y de todo lo que hace en mí su muerte constante, acompañada de respiros y expiros, de toses y catarros en invierno, su muerte acompañada de vida...o debería decir su vida acompañada de muerte? Ésta duda podría transferirse a algo tan simple como quién se debate entre si quiere un café más suave, agregándole leche tibia, o si desea la leche más amarga agregándole el café más negro imposibilitador del trasluz. Más esto pierde validéz cuando entra Clara en el ejemplo, por que justamente ella es al revés: es dulce y suave cuando está muerta, y es amarga e imposible, cuando me acuerdo de que en realidad está viva.
No entiendo tampoco, como es posible que la angustia de un hombre se pueda deber a una mujer.
Por suerte o desgracia (a veces me lo pregunto) la última vez que vi a mi madre, yo era muy chico y mi edad no podía asociarse a tener determinadas charlas conmigo. Es decir que mi madre, "no llegó" a hablar conmigo de cosas como estas.
Viví el final de mi infancia y el principio de mi adolescencia con mis abuelos en una casa antigua que presumía seis habitaciones de las cuales cuatro estaban deshabitadas (si es que en la habitación de mis abuelos había vida... de lo contrario, serían cinco las habitaciones libres). Yo considero que la habitación que yo pasé a ocupar, la última del segundo pasillo cruzando la arcada y las dos baldozas de granito rotas (cuando mi situación familiar me impulsó a tener que mudarme con mis abuelos y a ocupar esa habitación, tuvieron que adecuarla a mi y un buen día, mis abuelos contraron a dos señores para que sacaran el piano de cola del que sería mi cuarto y esa decición se cobró un mal movimiento de parte de los señores que sin querer dejaron caer la parte delantera del piano y las patas del mismo golpearon el suelo, rompiendo esas dos baldozas); se tiñó de vida en cuánto ese niño (que era yo) la entendió como suya.
Hasta ahora la he nombrado dos veces si no me equivoco, pero no por eso ella fué menos importante. Mi hermana Martina, dos años menor que yo, que en ese entonces tendría ocho años pidió dormir conmigo en la misma habitación por lo menos los primeros tiempos. Aunque la casa era grande y sobraba espacio como para que yo construyera una nave espacial en mi cuarto y nadie se percatara, mis abuelos consideraron que justamente por lo mismo, deberíamos permanecer juntos por lo menos hasta que seamos mas grandes (por que esperar a que dos niños comprendieran la ausencia de un padre y la locura de una madre a los diez y ocho años, era una idea bastante estrafalaria para la época). En fin... como decía, a los diez años mi hermana y yo, nos separamos de mi madre y entendimos la casa de nuestros abuelos, como la nuestra.
Recuerdo que la peor parte de todo eso, era cuando en mi escuela mis compañeros estando al tanto de mi situación, me preguntaban como era tener padres llenos de arrugas y sin dentadura genuina. Después aprendí que mis compañeros no eran los demonios que habian subido desde el infierno para torturarme como yo los creía, si no que es muy común en un ser humano el ataque o la defensa de lo desconocido o de lo que nos da miedo vivir. Supongo que todas esas calumnias de parte de ellos, pueden leerse como una forma (extraña, terrible, incomprensible, cruel, villana, odiosa y vil) de pena.
A Martina todo esto le resultó muchisimo más fácil, desde mi visión: pequeña, huérfana, llena de pecas y de sueños que se le adivinaban en los ojitos rasgados...supongo que era la imágen viva de un milagro. Durante mucho tiempo, inclusive ya siendo adulto, todo eso que me repetí toda la vida fué la máscara de una profunda rabia, de unos celos descomunales, de una envidia por hallarla llena de aliados y yo... yo un niño bajito, con unos anteojos de armazón heredado del primer grado de miopía de mi abuela, con las uñas de las manos todas comidas y mis pantalones vaquero rotos y manchados (que eran mis favoritos), la particularidad de enojarme a matar o morir si perdía en algún juego y el hermano mayor de la prueba viva de un milagro... supongo que mucho tiempo me odié por no haberme asomado más al aljibe del patio aquella tarde, antes de que mi abuela saliera de la cocina gritando con una zanahoria a media pelar que tenga cuidado, que salga de ahi y tirándome de la remera para si, gritaba que ya había suficientes muertes innecesarias como para que se sume un niño tonto y estúpido que no medía las consecuancias de sus actos. Supongo que quizo decir que no tenia ganas de llorar un nieto, por el simple hecho de que ya estaba vieja y cansada. Lo más gracioso es que yo pensaba que si se trataba de mi abuela, yo no podía morirme nunca: jamás había sido otra cosa que vieja para mí y cansada es como yo la conocí, entonces para mi abuela yo tenia que ser inmortal.
Cuando entré a la secundaria empecé a armarme un pequeño círculo social. Experimenté profesores insoportables y peleas a la salida del colegio ocacionadas por nuestra pura y mera fidelidad a las leyes naturales de la consagración del más fuerte y de la búsqueda incansable por dejar al descubierto al eslabón más débil de la manera más bochornosa que nos fuera posible alcanzar.
Yo no era una figura muy popular, pero tampoco era ningún blanco de discriminación. Más una tarde extraña, una tarde de sol, mi compañero de banco me informó que a la salida se daría lugar a una riña sangrienta entre gente de mi año y gente del año superior. Mi compañero, lápiz en mano y una hoja con algunos nombres, me preguntó si "estaba adentro". No es que desde el primer momento no entendí lo que me estaba preguntando, pero mi miedo de niño aún existente me obligó a pedirle más detalles para ganar tiempo antes de mi respuesta. Finalmente dije que sí, sin estar seguro, sin estar nada seguro. Sonó el timbre de salida horas más tarde y el recuerdo de mis palpitaciones que se aceleraban cada véz más mientras iba recorriendo el final del pasillo hacia el portal rectángular que me amenazaba con la luz del sol mas enceguecedora que yo recuerdo, me invade en este momento como si estuviera caminando aún cargando mi mochila y mi abrigo del brazo, dudando si guardarlo en la mochila para no perderlo o si no hacerlo debido a que después de mi muerte a nadie le importaría si mi abrigo de lana estaba roto, detrozado cubriendo mi cuerpo ya inservible, o perdido en algún cantero. Recuerdo a mi compañero escribiendo mi nombre en la hoja, debajo del de Rodrigo Sisterna y antes del de Sergio Vespucio.
Bajé el escalón que atestiguaba la libertad de los estudiantes y me propuse respirar. Respirar hondo, como si fueran las últimas gotas de mi pobre vida como estudiante desconocido y del montón o las últimas de mi vida. Una electricidad me entumecía los puños. Me dispuse a observar el panorama, las ubicaciones que de a poco iban tomando todos. Buscaba a mi tropa entre la muchedumbre en la cual también había mujeres que lloraban por haber desaprobado un exámen, o se confiaban secretos de amor y revoleaban sus ojos tempranamente maquillados y observaban a los muchachos invitando al juego divertido de la comprobación. Me hubiera gustado poder detenerme en las piernas de Lucía o en los ojos de Miriam, pero mi cuerpo experimentaba una suerte de angustia y desconcierto que anulaba cualquier arrebato hormonal. No sabía bien qué: si mi vida, mi pullóver o mi patética imágen, pero algo iba a perder y eso sí lo sabía.
Mi compañero me tocó el hombro y de alguna manera que puntualmente no recuerdo, me indicó que lo siguiera a la vuelta de la esquina. Cuando llegamos, reconozco a los anotados en la famosa hoja horas antes, buscando en mí algún gesto que les indicara mi pertenencia e incondicionalidad. No solamente estaba aterrado, si no que no sentía pertenecer a nadie ni a nada y en consecuencia, no había experimentado antes el gusto pleno de la incondicionalidad por alguien o por algo. Ni siquiera, por un programa de televisión. Los del curso más grande no tardaron en llegar, es más, si no hubiera tenido la vista tan nublada y el foco tan limitado, me atrevería a asegurar que cuando yo llegué, ya estaban rugiendo y hechando espuma por la boca.
Recuerdo haber recordado en ese momento, un documental que había visto acerca de los leones en la sabana y de las peleas entre machos por la dominancia de la manada, o más precisamente de las hembras que caerían entre sus garras sometedoras a la hora de la reproducción. En el momento en que dilucido que esa pelea era innecesaria por que no eramos leones y ni siquiera se barajaba como segura la posibilidad de obtener luego del triunfo siquiera un número de teléfono de alguna mujer, y propongo retirarme, una trompada me da de lleno en la cara rompiéndome el tabique. Caigo al suelo y mis anteojos ( con el tiempo, logré convencer a mis abuelos de que les cambiaran el armazón escusándome con que era muy pesado y que al bajar la cabeza para leer los mismos se me caían) atraviesan la calle, cayéndo rendidos debajo del cordón de enfrente. Si recuerdo que se produjo un breve silencio, una eterna (a mi parecer) quietud de parte del resto, y que luego la pelea siguió. Me arrastré cual oruga, impulsándome con una mano y con la otra sosteniendo lo que quedaba de mi tabique ensangrentado y con las rodillas experimentado la espantosa sensación de la carne viva rozándose con el asfalto arenoso, logré apartarme del círculo de los manotazos. Necesitaba mis anteojos, o lo que quedara de ellos. En ese momento, pensé en Martina: si antes le tenía envidia por ser la figura del milagro, ahora que mi naríz y mi orgullo estaban chorreando y enchastrando la calle solo me restaba matarla.
Volví a mi casa (una espectadora de la pelea y de mi desgracia, no se si por compasión o simplemente para ver de cerca la marca que lo paupérrimo y bochornoso de mi ingenuidad por creer que podría había dejado en mi rostro, me acercó los anteojos).
La reacción de mi abuela al ver mi cara fue la esperada: ni un reto ni un insulto zurcó el aire. Simplemente, Lorenza (que así se llamaba), me hizo prometer que si yo decidía poner en riesgo mi vida de ahora en adelante alguna otra vez, que ese día no volviera a la casa (si es que mi estado me permitía volver) por que no era quién para hacerle pasar ese momento.
Por supuesto que esa noche mi almohada no tuvo solamente tiznes de sangre. Lloré desconsoladamente por creerme despreciado, no querido. Por creer que a mi abuela no le importaba si me mataban por el hecho de perderme. Por sentirme un estúpido. Un estúpido con la naríz rota y los anteojos intactos.

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