martes, julio 29, 2008

Solos En El Mundo


Ella iba a cometer una locura. Pero la locura estaba arreglada. Con el respaldo de la mentira, abrigada hasta los tobillos, un día de mayo como cualquier otro. Era cuasi un conocido, un desconocido con su setenta y cinco por ciento como título.
Todo el día en silencio, aparentándose terminarlo como todos los otros. Todo sucedió como todos los días, como una repetición, nadie notaba su impaciencia. Y era perfecto, mejor imposible. Sus compañeros saludaron como siempre, otra vez las mismas caras que si se relacionasen con una locura, sería como empezar a crear una comedia increíble.
Ella tenía la seguridad engarzada en la piel. Por otros momentos, temblaba como una demente.
Hasta que se quedó sola, no se acordó lo importante e inquieto que era el “mientras”.
Roció su cuello con perfume y coloreó sus labios que la acompañaron con una sonrisa. Acarició su cabello semi enrulado, se miró a los ojos: una muchacha sola, que estaba a punto de cometer una locura. Una locura arreglada. Mientras orinaba, cantaba una canción como para separar la locura de sus pensamientos. Un fantasma le respiraba en los tímpanos, zumbaba en la abrumada paciencia. Había mentido. Mintió. Prometió y dio indicaciones. Le creyeron, todos le creyeron. No le tembló la lengua a la hora de predecir falsamente su paradero a las siete y media de la tarde. Le creyeron, simplemente.
Ahora era ella cuidando de ella. Ahora era ella padeciéndose. Ahora era ella en manos de una loca, era ella a la merced de una insegura voluntad.
En ese café estridente, fuera del baño, la gente susurraba la conversación, pareciera, para no perturbar su momento previo. Al lado, en la otra mesa, un trío de muchachos bohemios tomaban café azucarado y hablaban de recuerdos. En algún momento ella pensó en filtrárseles en la conversación: se aburría, no soportaba estar sola y no poder contar lo incontable, lo inentendible, lo inescrupuloso de su situación, lo prohibido. Como si los hubiera echado a escobazos, los jóvenes se desvanecieron en partículas de momento. Ella frunció el seño y observó sus pies allá a los lejos, apoyados sobre el suelo. Con el paso de los minutos, los analizó: era curioso como desde la superficialidad, esos pies parecían simples bodoques de huesos, carne, piel, uñas y un poco mas afuera lana y cuero. Más luego, agregando su subjetividad, ella comenzó a notar el pedido, mas bien súplica, de aquellos pies. De aquellos pies necesitando pisar tan fuerte, aferrarse a una realidad con suelo liso, necesitaban llanura, necesitaban estabilidad. Los pies y sus caras comenzaron a martirizarla cada vez mas, agonizaban sin poder detener el despegue. Le dieron lástima. Levantó la vista, no quiso mirarlos más. Igualmente luego se enteró que siguieron quietos debajo de la mesa, sabía que agonizando, pero quietos y en su mismo lugar.
De pronto, entró alguien al café. Alguien que ella conocía. Cortésmente se acercó y la saludo, y ella cortésmente mintió sobre su situación. Se despidieron, por última vez, cuando el conocido sació sus necesidades en el baño y salió dejándola nuevamente sola. No es que alguna vez haya estado acompañada, solo que para los ojos casi irrelevantes, esa situación sería tomada como la simple y repentina soledad física de una muchacha. El conocido no la invitó. Ella estaba segura de que le hubiese aceptado un café antes de la locura, solo para otorgarle un sabor con el cual recordarla. Estaba también segura de que no le debelaría la locura: solo quería usarlo para el tiempo, para no quedarse con si misma y sus fantasmas y sus monstruos y sus llagas. Lo despidió con la mirada, con el pecho, con la sangre, con las rodillas, llenos de odio. Lo empujó con él para que se alejase lo más posible del café, de su vista. En cualquier momento su desconocido, su ajeno llamaría para concretar el encuentro, para informarle hora exacta y lugar preciso. No sabía donde iba, era un sitio retirado, era un sitio lejos e inalcanzable. Llegó a pensar, en su delirio, que ese sitio se había creado para esa sola noche y que mañana, cuando se despida, se lo tragaría la inexistencia.
El reloj inmóvil de un televisor igualmente inmóvil que sostenía la imagen inerte de personas muertas y de rocas y de estacas. Desde la mañana de ese día, ella sabía que en ese momento la rueda del reloj se detendría solo para mortificarla.
Nuevamente sola, escudriñaba su teléfono móvil pidiendo con los ojos esa llamada, mostrándole al mundo su disponibilidad d atender a flor de piel, pidiéndole ese indicio de que alguien estaba vivo. La única cuota de bendición que tuvo fue cuando el aparato comenzó a desperdigar las notas de una sinfonía tristísima para otorgarle un instante de ínfima felicidad. Más no fueron las cuerdas vocales de él las que vibraron detrás del rejunte de botones, plástico, luz y desesperanza. Su madre, tranquila, la inquietó entonces, en segundos. Fue ahí cuando su tono de mentira se despertó y entonces fue hábil, fue maravilloso, tanto lo fue, que fue verdad. Evadió a su madre como pudo, usando palabras edulcoradas y cortó. Presentía que su desconocido había llamado al mismo tiempo que su madre y angustiada, confundiendo la puerta del café con la del mundo, salió corriendo. Eran las once de la noche y todo estaba sellado. Sus ganas de amar, sus ganas de ser, sus ganas de reír, sus ganas de volar. El quiosco, los negocios, las caras de los transeúntes afanados por cobijarse del tremendo temporal que se aprontaba. Ni un teléfono, nada. El suyo, sin dinero adjudicado, era un objeto inservible y desgraciado. La locura, ahora, tambaleaba entre la persistencia y la suspensión. Debía y no debía y estaba desesperada. Afuera helaba y adentro también. Estaba sola sin nada que hacer ni decir a nada, a nadie, sola, con frío y pesar, sin luz, sola, viva y descuidada. Una mano de cordura la cacheteó y la llevó de regreso al café: su público había cambiado. Solo las viejas del rincón, insistían en ahogar sus palabras en wisky y en horas más de charla. Sintió sequedad, sintió la soledad cobrar forma y enmarañarse en la expresión gélida del último mozo que quedaba en el barsucho. La miró pálido, inmutable. Le pidió permiso entre dientes. Ella, cabizbaja, se apartó: el aire que aquel mozo dejó al pasar, la hizo sentir mas desdichada y sin remedio que ningún otro aire. Recorrió con sus ojos los rincones del café buscando una mesa o una silla o una baldosa que le sirviera de ancla.
Un estruendo suspendió todas las conversaciones e hizo tintinear un par de hielos con sus respectivos vasos. Ella como otras personas, buscaron por la ventana una respuesta coherente que no tardaron en hallar: un árbol, presa de la tormenta ya desatada hacía rato, yacía en medio de la avenida entorpeciendo el tránsito. Como era de esperarse, en cuestión de minutos, los canales de televisión atiborrados bajo el temporal de curiosos caminantes y viento, preparaba todo para sus emisiones sabidamente inesperadas.
Falta de aliento, con una inseparable presión en el pecho, volvió a sentarse a su mesa debajo de nubes grises y comenzó a notar como el ambiente se manchaba de barbaridad e incomprensión. Tiritando por dentro, nublada y a la espera del avance de las agujas, oyó el teléfono sonar nuevamente, mutilando el silencio de su rincón. Atendió. Era su varón, su único paradero masculino seguro. Y al cual no le conocía el nombre, todavía. No estaba inspirada para adjuntarles demasiados adjetivos a sus respuestas, ni bonificar con palabras embellecedoras ni dulcificadotas su discurso, así que le habló rápido y le remarcó que en caso de no poder encontrarse esa noche, se vería en un problema por que eso fusilaría de un momento a otro el núcleo de su mentira y sería muy tarde para volver a casa. Él le gritó la dirección, pero solo por culpa de un colectivo obviamente innecesario que pasaba junto a sus talones en ese momento. Ella odiaba que le griten. Le tenía miedo a las exaltaciones manifestadas con cualquier parte del cuerpo. Ella prefería relaciones de algodón. Él era trigo.
Miró a sus costados, dentro del café enmohecido a sus ojos. Cortó la conversación: era tiempo. Era el momento. Osciló. Ella era un gran bollo de oscilación permanente, más en ese sitio, en aquel café, con las manos dispuestas a cargar lágrimas o su cuerpo limpio capaz de recibir golpes sucios y azotes al corazón, se decidió a emprender su camino prohibido. Y en su walkman la misma canción grabada siete veces, brillaba en su tercera repetición. Ella se caía, pero necesitaba estrellarse. Estaba harta de términos medios y en ese momento, dejando atrás puertas y personas con cafeína en el cuerpo, le entregó a él todo su futuro en silencio y le consumieron el cerebro las ansias de terminar con su presente.
Se sentó bien apartada de la sociedad, dejándole en claro con sus ojos y sus piernas que no era bienvenida. El colectivo arrancó. La condujo, con atraso, hacia su locura. La mezcló tanto en ella que ya no sabría encontrar el borde por el cual trepar en caso de morirse por salir.
Llegó media hora después, mas cuando vio la figura encapotada hasta las orejas y las manos acogidas en algún sitio de su enorme tapado, cuando vio su altura, cuando vio su no perfil enmascarado por la lana y por la solemne duda de no reconocer a quien está a punto de dejar de serlo, pero hasta el ultimo instante es un desconocido; allá a lo lejos, involucrado con las hojas volátiles y el aguanieve flotante; pensó que era demasiado temprano para ella. Como si de las conversaciones telefónicas se desprendieran los rasgos de los parlantes, él la reconoció y desde su posición mundial le hizo una seña. Sorteó tres semáforos hasta dar a conocer su cara a la intemperie, mas para dársela a conocer a ella, tuvo que arrimarse unos cuantos metros más. Ella tembló y asustó a las gárgolas que se alzaban en el edificio antiguo que la albergaba de la violenta ventisca. Cuando los pelos fríos y rebuscados de ella alcanzaron los hombros de él, ella levantó los ojos. Inmediatamente tuvo que cerrarlos: una gota turbia inundaba sus ojos, hasta caer idílicamente por la gravedad.
No hizo falta esclarecer si eran quienes debían ser. Ambos se sabían perdidos por todos, y hallados únicamente por el otro.
Él le advirtió que no había más trenes, que debían someterse a un largo viaje en colectivo. A ella no le importaba: no se importaba a sí misma, no le importaba el horario de los trenes, ni si el colectivo que los esperaba rumiando tenía las necesarias cuatro ruedas. Había llegado, estaba ahí con él, con la única persona que había dado indicios de interesarle la continuidad de su existencia, con el único ser con quien había hablado sin deshacerse en hipocresía, falsedad, mentira y desazón. Estaba en presencia de él, su ajeno, que ya había dejado un poco de serlo. Lo había conseguido, necesitando de la mentira, no pudiendo prescindir de ella, pero lo había logrado. Él le preguntó infantilmente si tenía las monedas, ella con un pestañeo asintió. Atravesaron juntos, por primera vez, los anteriores tres semáforos que en un primer momento habían servido de
introducción en la escena del encuentro y que ahora, hacían de panorama final y daban el visto bueno para cerrar el telón. Cuando estuvieron sentados en los asientos finales del vehículo, pasaron a desabrigarse. Entre los viajantes pululaban gorros, guantes, bufandas, sacones, tapados y tos. Entre ellos dos, la inoperancia adormecida por el frío de reconocerse en las conversaciones telefónicas de siempre, pero logrando incorporar los ojos de nunca.
Llegaron a destino. Llegaron a una casa, una casa sola, calefaccionada y cómplice de una escena montada, de un simulacro donde las luces y la radio encendidas hacían creer a quien pasase caminando que en esa casa la vida bailaba las veinticuatro horas y el alerta y la atención nunca se dejaban persuadir por la ausencia o el sueño.
En el momento en que él cruzó la puerta, ella conoció la imponencia de su sombra. Una sombra de tres metros, mitad inconclusa y mitad clara. Él dejó su bolso, sus capas de abrigo, y se dispuso a hacer café. La invitó a pasar y le recomendó que abusara de la comodidad de la morada. Ella, como si la frenara un panel de vidrio traslúcido, se limitó a arrimarse a un calefactor y enroscar sus dedos detrás de sí para invitar al calor a que invadiera su existencia y la hiciera darse cuenta de que aún seguía viva. En algún momento se supo feliz, y fue entonces cuando su curioso sentido de la audición la trasladó a la cocina, donde el ruido de una máquina en funcionamiento embadurnaba la noche de alteración. Él la guió y le mostró como estaban dispuestas las habitaciones y los baños. A la par, ella iba dándose cuenta de que en semejante casa, la vida que hoy se posaba en un solo ser, debió de haber estado repartida entre más de cinco en algún pasado no muy lejano. Habiéndole terminado de enseñar el sitio, se disculpó y desapareció tras la puerta de lo que a duras penas ella pudo recordar como un baño.
Acarició un extremo flojo del papel que decoraba las paredes. Intentó unirlo y no hubo caso. Ya no había pegamento, era imposible volver a pegarlo y en el caso de querer realmente hacerlo, se requería de pegamento adicional y ella bien sabía que iba a quedar distinto a todo el demás papel que se sostenía firme a las paredes. Se entristeció.
Él salió del baño a los minutos y sirvió dos tazas de café. Mientras dejaba que humeara fue en busca de su bolso. Regresó a la cocina y reparó en ella, quieta e inerte en un extremo, aferrando el boleto del último colectivo. Lentamente dejó su bolso y los motivos por los cuales lo había ido a buscar, sobre una silla. La observó de arriba a bajo. Ella sintió el examen. La observó, de arriba abajo. Ella sintió sus brazos. La observó de arriba abajo. Ella sintió su propia pérdida en aquellas paredes, debajo de ese techo, sobre ese mismo suelo. Él la observó, de arriba abajo.
Se sumieron en sueño. Aguantaron sumergidos al momento de conocerse, y una vez visitados los ojos, emergieron como lobos muertos de frío y apunto de ser piedra. Cada intento tuvo un puerto. Eran audaces, dueños del otro y de si mismos, ambiciosos. Estaban solos en el mundo. Necesitaban del grito del otro para escuchar su propio grito, necesitaban que el otro balbucee para saberse comprendidos. La caricia de uno concluía cuando la otra emprendía viaje para luego de éste, volver a encontrarse. Se miraban al espejo y zigzagueaban entre escombros del pasado de cada uno y se admitieron en silencio que habían segundos que estaban únicamente ahí para hacerlos dudar. No tardaron mucho en saberse presos de lo mismo, de la misma soledad. No oscilaron en quitarse la ropa y perforarse con las pupilas. Pero temieron tocarse, se apabullaron al descubrir sus diferencias, se aterraron al encontrar tantas similitudes. Abrieron las bocas y largaron quejidos, disfrutaron del desahogue latente de haber callado toda su vida. A tres metros de distancia, se esperaban sabios y rozagantes. Más no lograron juntarse. Tenían la boca llena de angustia, el cuerpo entumecido de dolor, el alma repleta de engaño y desamparo. Se vieron uno al otro como brazos abiertos, se descubrieron como posibles albergues de la pena, como probables traductores del dolor. Y no pudieron. Inmersos desde siempre, es muy difícil desprenderse. Pues ninguno de los dos nunca tuvo nada seguro, lo único seguro era lo que en ese momento los hacía sentir miserables e imposibilitados de salida. Rozaron sus dedos, como emergente de la batalla contra ellos mismos. Acariciaron los pelos del otro, como resultante de la disputa de un poder. Lamieron sus pieles, como resultado antagónico de la fusión de potencias.

Estaban solos en el mundo.

[se comenzó a escribir un 24 de Mayo del 2007, se terminó de escribir un 1 de Junio del 2007]

1 comentarios:

Fermín dijo...

Niña. Belleza. Tus ojos. Tus labios. Fruta Madura. Perfumada...

Me permito darte esto, asi como ajeno a ti pero tuyo en fin. Espero te guste.

Capítulo 7

Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola comi si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.

Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y los ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.
Julio Cortázar

pd: Claro, no soy yo el que firma. Te mando un beso. Uno muy fuerte.